Hace cuarenta años, en plena transición a la democracia, los futbolistas españoles protagonizaron la primera huelga general de la historia del balompié español. Fue conocida como la huelga de «botas caídas«. Duró un fin de semana, el primero de aquel mes de marzo de 1979 y cambió por primera vez y por siempre, las condiciones laborales del fútbol en nuestro país. Pero sólo de una parte.
Cuatro décadas después de aquel momento, aquella otra parte; las futbolistas de la élite del fútbol español, convocaron una más que justificada huelga para reivindicar un convenio colectivo que regulara y les garantizara al fin, unas mínimas condiciones laborales. Nada extravagante: conceptos salariales y una retribución mínima garantizada; una jornada laboral definida, con horario, descanso y vacaciones; cotizar como profesionales a la seguridad social con un contrato de trabajo; cobertura ante lesiones, reconocimientos médicos y prevención de riesgos laborales; medidas para la conciliación familiar y para facilitar la maternidad; la formación y la capacitación…
También un capítulo de derechos y libertades donde se reconozca, como a cualquier trabajador, su libertad para poder sindicarse y manifestar libremente su pensamiento sobre cualquier materia y, en especial sobre los temas relacionados con su profesión, sin más limitaciones que las que se deriven de la Ley y el respeto a los demás. Cuestiones, todas estas que no sólo deberían parecernos razonables, sino básicas y de justicia.